SOBRE "EL 13-S"

SUMARIO:

1. "Buenos Aires y el país" por Mempo Giardinelli.
2. "¿Qué significa escuchar?" por Edgardo Mocca.
3. "Ecos, reacciones, desafíos" por Mario Wainfeld.

BUENOS AIRES Y EL PAÍS *

por MEMPO GIARDINELLI *

La marcha de protesta del jueves 13 sigue dando que hablar. Y está bien, no hay dudas de que fue una manifestación significativa y a esas demostraciones siempre es necio ningunearlas. El Gobierno bien hará en tomar nota de algunos reclamos.

Por eso no importa si la manifestación fue mayor o menor de lo que muchos esperaban. Fue nutrida y se comprende, porque en realidad no tuvo nada de espontánea. Se preparó muy bien: desde dos semanas antes era notable el papel movilizador de las redes sociales, y además el macrismo –aunque lo niegue– fogoneó entre bambalinas. Lo cual es lógico: gobiernan la ciudad, el año pasado obtuvieron el 60 por ciento de los votos y el intendente Macri tiene ambiciones presidenciales. Habría sido estúpido no operar en las sombras, como ahora lo es negarlo.

Del mismo modo, habría sido más sincero admitir que estuvieron detrás de la marcha. De hecho, TN se pasó toda esa noche aupando a personajes patéticos, como un irrecuperable señor Fernández, el pobrecito señor Bárbaro y el astuto millonario colombiano que es un todo terreno para definiciones apocalípticas, hasta que “recibieron” una llamada dizque espontánea del señor Macri.

Eso explica que la inmensa mayoría de los manifestantes fueron contra el gobierno nacional, pero no dijeron una sola palabra de la censura a los maestros porteños, la desatención hospitalaria o el negociado del Hospital Borda, y nada de los subtes abandonados, ni la mugre y la contaminación de todo tipo que impregna a Buenos Aires. Con todo lo cual estoy diciendo que fue un fenómeno, una vez más, porteño.

Cierto que se reprodujo con asistencias variadas en algunas (pocas) ciudades del interior, pero fue un asunto porteño. Un movimiento político, como tantos otros que se produjeron y producen, de la capital del país. Donde vive entre el 10 y el 15 por ciento de la población, buena parte de ella aturdida por el sonido y la furia de la exasperación, el resentimiento y la ansiedad.

En el Chaco, por ejemplo, ese jueves a la hora de la marcha no pasó nada. Y en la mayoría de las provincias, tampoco. Y me parece válido el señalamiento porque ya es tiempo de que alguien les diga a las dirigencias porteñas que muchos argentinos, millones, estamos hartos de esa soberbia capitalina que se apropió de nuestro gentilicio y cree representarnos.

Cierto que no se puede tapar el cielo con un dedo, pero tampoco cabe darle dimensiones nacionales a todo lo que sucede en un distrito históricamente remiso a las continuidades democráticas. ¿O hay que recordarle al país que todos los golpes de Estado se gestaron y produjeron en Buenos Aires? Todos los fragotes, todas las protestas populares, todas las inestabilidades destituyentes y todos los festejos ligeros fueron y son allí. Como si llenar u ocupar la Plaza de Mayo fuese una gesta representativa de la voluntad de la nación argentina. No lo es.



Por eso no hubo cacerolazos importantes más que en media docena de puntos del país, precisamente allí donde se hace eco el discurso neoliberal de muchos nostálgicos de Videla y de Cavallo, de Menem y del uno a uno que nos fundió la economía. Pregunten en Córdoba o Mendoza, por caso.

Es innegable que hay un sector de nuestra sociedad que está muy enojado. No hay que descalificar ese enojo, ni subestimarlo. Pero tampoco hay que atribuirle una importancia que no tiene. En ese contexto hay que subrayar que Buenos Aires no nos representa y es hora de que lo digamos. El otro día, un flaco, en el bar al que suelo ir, hizo este comentario, obviamente en broma: “¿Viste Cataluña? Quieren independizarse. ¿Qué tal si ayudamos a los porteños a que hagan como Cataluña?”. Enseguida saltaron dos de otra mesa, que entre maníes y quesitos hicieron su aporte: “Aguante la independencia porteña”, dijo uno al que llaman Toto. “Macri presidente, pero de Boca Unidos”, se carcajeó un tercero, para provocar a los correntinos del otro lado del río. Hubieran visto las caras de la concurrencia, los comentarios.

Curiosamente, fueron dos porteños notables que suelen enfrentarse en el debate intelectual los que, en mi opinión, mejor leyeron la manifestación.  
Horacio González, agudo y sereno como siempre, reconoció la realidad y señaló con justeza las posibles luces amarillas que el kirchnerismo debería visualizar.  
Y Beatriz Sarlo, con lucidez y atenuada ironía, recordó que “la clase media no debe convertirse en una clase maldita”, pero señalando a la vez lo que definió como “el drama” con estas palabras: “Detestar al kirchnerismo no produce política. Y hoy, en cualquier lugar del mundo, afirmar la primacía absoluta de los derechos individuales (yo hago lo que quiero con lo mío) es una versión patética y arcaica de lo que se cree liberalismo”.

En una democracia, la oposición y todos los disconformes con el gobierno de turno tienen todo el derecho de organizarse, como también tienen el deber de hacerlo. La libertad en la Argentina es absoluta y para ellos sólo debiera tratarse, entonces, de que se preparen para ganar las próximas elecciones y después las de 2015. Si es que pueden. Y si no, acompañar, les guste o no.

* Página/12, 2012-IX-23

¿QUÉ SIGNIFICA ESCUCHAR? ** 
por EDGARDO MOCCA **

Desde los oligopolios mediáticos viene el veredicto inapelable: “El Gobierno se ha decidido a no escuchar el mensaje inequívoco de los cacerolazos y, por lo tanto, no toma nota del descontento social”. La pregunta obvia, que obviamente no se hacen a sí mismos esos comentaristas, es: ¿en qué consistiría que el Gobierno “escuche” y “tome nota” de lo ocurrido?

Una posibilidad habría sido que el Gobierno y sus partidarios hubieran activado velozmente sus mecanismos de movilización popular: una “contramarcha” así, en caliente, no hubiera logrado otro resultado que el avance en espiral del clima de tensión política que visiblemente persiguen quienes “espontáneamente” impulsaron y organizaron los golpes de cacerolas. Se podía así construir una vívida imagen de dos Argentinas furiosas y listas para las batallas definitivas. Muy razonablemente se esquivó esta línea; en el futuro próximo habrá seguramente demostraciones públicas favorables al Gobierno pero de ningún modo formateadas en términos especulares a las que impulsan sus adversarios.

Otra manera de “escuchar” era la elaboración de medidas correctivas respecto de lo que había provocado el descontento de los manifestantes. Aquí tal vez radique una clave interpretativa de la situación y a su alrededor surge una amplia área problemática. Hay una inevitable dispersión “programática” entre quienes protestan; una dispersión, dicho sea de paso, que revela las dificultades de hacer política sin políticos (por lo menos sin políticos que den la cara y estén en condiciones de representar algo). La manifestación “clásica” tenía una cartilla de reivindicaciones, una plataforma mínima y urgente, alguna consigna central, algún argumento organizador; las marchas “espontáneas” que impulsa la derecha mediática carecen de esa legibilidad racional, solamente pueden ser descifradas en términos de climas predominantes que, en este caso, fueron prolijamente ocultados por quienes la publicitaron y, allí dónde fueron inspeccionados –y no solamente en los medios públicos– revelaron escenas de odio y revanchismo lindantes con el delirio.

Ahora bien, aun en el supuesto de que la organización política hubiese alcanzado o alcanzara en el futuro un nivel de unidad y articulación de sus reclamos, ¿significa eso que “escucharlas” equivalga a satisfacer sus demandas?, ¿sería realmente democrático que un gobierno electo hace un año con guarismos aplastantes produzca un viraje respecto del rumbo popularmente aprobado para poner en práctica las propuestas de una manifestación callejera? Difícilmente algunas de las personas liberales que claman por que el Gobierno escuche a quienes protestan podría aprobar esta deriva de las cosas; salvo que pueda distinguirse jurídicamente a las manifestaciones de la gente buena, como las de hace unos días, respecto de las turbas populistas que quieren imponer su voluntad por fuera de las instituciones representativas, según el sonsonete con que siempre han caracterizado a las movilizaciones obreras y populares.

A esta altura hay que decir que la oposición, en general, se montó en el clima de las marchas pero no avanzó en definiciones que pudieran darle carnadura política, es decir sin entrar en el ripioso camino de la propuesta. Lo más creativo de los días siguientes a la marcha es que algunos dirigentes y partidos se lanzaron a la junta de firmas contra la reelección de la presidente, o sea contra un proyecto que no existe.  

El silencio conceptual y programático tuvo una excepción: el ministro de Educación porteño, Esteban Bullrich, tomó la palabra casi inmediatamente después del cacerolazo para denostar a la Asignación Universal por Hijo y prometer su desaparición (a cambio de un vago “subsidio al trabajo”) si eventualmente Macri fuera elegido presidente.

Estos dichos son muy significativos porque hasta ahora la derecha ha venido siendo muy parca a la hora de hablar de su proyecto de país; su lenguaje ha sido el de los estereotipos y los slogans que...

a fuerza de ser repetidos y multiplicados por las cadenas mediáticas oligopólicas, acceden a la agenda pública. Dijo también el ministro que es partidario de un Estado “garante” en lugar de uno “dador”, con lo que dio a entender que no se trata solamente de la mencionada asignación sino que la discusión que propone involucra a todo el presupuesto de gastos estatal. Es posible que estemos en las vísperas de la gestación de un nuevo relato alternativo, el de la centroderecha neoliberal. Así es: no hay proyecto de ingresos y de gastos sin “relato”, sin un sistema de valores, experiencias y expectativas que justifique por qué hay que sacar plata de un lugar y ponerla en otro. Ese es el punto en el que dejamos de ser individuos aislados e indiferentes y nos interesamos en lo público desde la perspectiva de nuestros valores y nuestros intereses. Es lo que realmente merece llamarse política.

Detrás de la demanda de que el Gobierno “escuche” el mensaje de la protesta está la falsa inocencia de quienes ocultan que lo que se está jugando en el país es la cuestión del poder político. Esto no es en sí mismo una característica diferencial de la política argentina: la política siempre es lucha por el poder. Lo específico de nuestra situación podría estar dado por dos de sus aspectos. El primero es que, como pocas veces, la tensión política gira alrededor de un eje que separa dos grandes campos de fuerza, que son al mismo tiempo dos grandes narrativas de nuestra historia. Esas narrativas colocan en lugares diferentes al Estado, a la libertad económica, a los derechos de los sectores populares, a la solidaridad con los más vulnerables, a la soberanía nacional y a nuestro sistema de alianzas internacionales. En suma, a la política. Ya se ha dicho en esta columna que el reconocimiento de un corte político principal no equivale a la negación de la pluralidad, la complejidad y la relatividad de los agrupamientos. Porque se trata de bloques político-sociales que arma la política en su dinámica de lucha por la hegemonía y no de monasterios o cuarteles militares. Puede haber mucha gente que no reconozca y no se reconozca en ese cuadro, pero si el cuadro es operativo en términos políticos –si define elecciones, si organiza agendas y hasta complica amistades y relaciones familiares– tiene existencia política real.

El otro rasgo específico de nuestro conflicto político es la relativa autonomía que tienen sus formas respecto de las formas y los calendarios institucionales. Lo reveló una vez más la manifestación cacerolera: son múltiples los testimonios que muestran que campeaba en la calle la ansiedad de la inminencia: “Si estamos acá tiene que pasar algo”, parece ser el mensaje central. Cierta mitología urbana, políticamente menesterosa hay que decirlo, sostiene que cuando “la gente” golpea cacerolas en magnitudes numéricamente considerables “pasa algo”. Tal vez porque se trata de sectores sociales y culturales poco propensos a ocupar la calle; no suelen ir, por ejemplo, a las marchas de recuerdo y repudio en cada aniversario del golpe militar de 1976. No es sencillo contar con que la desesperación colectiva que reflejaban algunos grupos de manifestantes tenga a bien esperar pacientemente la oportunidad del voto para intentar transformar la situación política. Quien vocifera que la Presidenta se tiene que ir no está pensando en 2015. Y eso no sería nada si fuera un delirio que no se conecta con la experiencia política de muchas décadas de historia argentina. De la de casi todo el siglo XX y también de la más reciente. De la que se rige por una Constitución no escrita que dice que el presidente dura cuatro años siempre que una situación de ingobernabilidad no lo obligue a renunciar anticipadamente.

Las tensiones sustantivas y los calendarios extrainstitucionales que ordenan a algunos de sus actores son los rasgos específicos de la puja política argentina de estos días. Sin recaer en fáciles simplificaciones, la proximidad del vencimiento del plazo dictado por la Corte Suprema para la vigencia de la medida cautelar que permitió al grupo Clarín incumplir la ley de medios audiovisuales le pone un dramatismo especial a la escena. Cristina Kirchner ha hecho varios anuncios durante la última semana. Uno de ellos comporta el fortalecimiento de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual con la propuesta de que pase a ser encabezada por Martín Sabbatella. Se trata, ni más ni menos, que de la oficina que tiene a su cargo la puesta en marcha en plenitud de la ley que democratiza los medios. Eso también merece ser “escuchado”.



ECOS, REACCIONES, DESFÍOS ***

por MARIO WAINFELD ***

El espontaneísmo es la jactancia de los individualistas. La mayoría de las movilizaciones cuentan con organización previa, lo cual (por decir lo menos) no las desmerece en nada. Cuando exaltan la pura espontaneidad de la movida del jueves pasado los manifestantes y sus apologistas distorsionan la realidad y dan cuenta de su ideología. Mensajes como los que se informan en estas mismas páginas, incitando a una remake, circulan por las redes sociales. Hay previsibles ansias de armar otro cacerolazo. Los gestores escamotean datos sobre su identidad, es parte del juego. Algunos correos electrónicos son extraños, están redactados usando formas verbales que excluyen el uso del “vos” y las formas verbales que le corresponden.

Otros mails tienen la marca de fábrica de los agentes de inteligencia o de mentes afines. El cronista no recibe habitualmente este tipo de correspondencia, imagina los motivos. De cualquier forma, algunos le llegan por reenvíos de los lectores u oyentes de radio. Varios delirios circulan: tratan de generar paranoia. Uno anticipa “un autogolpe de Estado” con medidas paradójicamente ajenas a la cartilla oficial: “brutal ajuste económico, aumento de tarifas, congelamiento de tarifas y salarios”. Y, para redondear, “estado de sitio y hasta toque de queda”. La mente enferma de los “services” deja sus huellas, trata de amedrentar.

Estas jugadas existen, siempre rondan por ahí. Pero cualquier reduccionismo (tal una de las tesis centrales de esta nota) lleva al error de comprensión y al político. La manifestación de la semana pasada fue un éxito, en relación con las expectativas propias y ajenas. “Hizo agenda”, dio ínfulas a participantes y, con menor motivo y certezas, a dirigentes políticos opositores. Es de manual que se proyecte otra. Y es más que verosímil (jamás seguro, el futuro nunca está escrito) que crezca en número. Los que fueron tienen incentivos para repetir, la difusión puede tentar a otros ciudadanos, que se quedaron en casa.

Un riesgo, cree este cronista, acecha al oficialismo. Es suponer que la protesta sólo aglutina a exaltados gorilas, que los hubo y se dejaron oír. También presuponer que sólo el odio mueve a los participantes, aunque unos cuantos lo destilaron en dosis pestilentes. Y, sobre todo, desdeñar todas las críticas o creer que éstas se encierran en la burbuja de la minoría que se expresó.

En toda sociedad siempre hay disconformidades, broncas, intereses heridos que pueden llevar al reclamo. La sociedad argentina, en promedio, es mandada a hacer para reclamar en calles y plazas. Minimizar la expansión del reclamo, con recursos políticos democráticos, es un objetivo lógico del Gobierno. Lo que es muy distinto a creer que eso se puede hacer sólo subestimando a quienes lo cuestionaron o cuestionarán o simplificando su repertorio de demandas u objeciones. O emitir señales que excluyen la introspección, que no es una debilidad sino una sabiduría.

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El veredicto de las urnas sigue vigente, el Gobierno está legitimado para implementar su proyecto. Revocar la expropiación de YPF, la reforma del Banco Central, dar pasos atrás en la ley de medios y muchos etcéteras equivaldría a traicionar el contrato electoral. Exorbitante es pedirlo, defección sería acatarlo.

Quienes desde la oposición exigen...

cambios rotundos en función de una protesta desmerecen al sistema democrático. Pero sí debe someterse a análisis el modo en que se implementaron medidas valorables, como la restricción de compra de divisas o a las importaciones. Economistas bien afines al Gobierno concuerdan en que su operatoria es mala, perjudica y por ende enfada eventualmente a quienes no debe. La sintonía fina falla o falta ahí y quienes se consideren damnificados no son golpistas potenciales, sino ciudadanos mal atendidos.

El manejo de la paridad cambiaria es resorte del Ejecutivo y sería fatal ceder a presiones devaluacionistas. Insinuaciones como las que hizo Paolo Rocca, CEO de Techint, merecen ser repelidas y divulgadas como lo hizo la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Pero el relato oficialista yerra cuando postula que la cotización del dólar es un conflicto que enfrenta exclusivamente a grandes productores (los sojeros entre ellos) contra los trabajadores. Muchos, casi todos, los sectores exportadores tienen márgenes más estrechos que los sojeros de la Pampa Húmeda. La ecuación de rentabilidad para productos regionales se ha complicado en los últimos tiempos. La solución no debe ser una devaluación general, cuyos efectos castigarían a los laburantes y, para colmo, se espiralizaría velozmente. Pero sí debe atenderse a esas situaciones con medidas más sofisticadas. El economista Héctor Valle propone recuperar la herramienta de los reintegros a cierto tipo de exportaciones, que equivale a una cotización diferencial. Otros hablan de escalas diferentes de tipo de cambio. El cronista no agrega valor en esos debates, pero sí remarca que esquematizar un sistema productivo o una sociedad compleja de modo maniqueo lleva a deslices de gestión o perjuicios injustos.

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Problemas cotidianos como la inflación, la inseguridad, el mal transporte urbano, las inconsistencias del “sistema” de Salud causan malestar a millones de argentinos. No son los de clases altas o medias altas los más dañados. En este año se han acumulado problemas y hasta una tragedia en esas áreas.

Cuando los caceroleros rezongan contra la inseguridad no mentan un problema de los barrios altos. Las movilizaciones que en estos mismos días se repiten en Lanús, por ejemplo, hablan de una transversalidad del problema, que amerita ser computada a la hora de atender o desdeñar señalamientos. En un plano puramente pragmático, incita a imaginar si movilizaciones de diferente origen social y político pueden converger.

La CGT de Hugo Moyano (que era oficialista cuando se cosechó el 54 por ciento de los votos) y la CTA de Pablo Micheli (opositora ha rato) unieron fuerzas para una marcha en común (ver página 6). Es factible reprobar sus alineamientos, pero no lo sería identificar a quienes seguramente adherirán con las clases dominantes.

No aumentar el mínimo no imponible para el impuesto a las Ganancias atañe a los intereses de trabajadores de ingresos medianos. Ninguno de ellos estará conforme, aunque la medida sea exigida por razones de equilibrio financiero.

Los ejemplos pueden multiplicarse. Acciones virtuosas tocan intereses sectoriales, algunos de privilegio. En buena hora. De ahí a pretender que todas se han realizado a la perfección, sin fallas de gestión o daños colaterales hay un abismo que el Gobierno debería pensar en detalle.

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Ver y oír a energúmenos gritando proclamas antidemocráticas, inhumanas a veces, crispa los nervios. El que hace política, máxime si gobierna, no debe dejarse arrastrar por la bronca o el afán de represalia.

Medir científicamente la sensación térmica de una sociedad sería fantástico, pero es imposible. Las encuestas pueden arrojar pistas, aunque usualmente están contaminadas por el ansia de complacer al sponsor. Los dirigentes políticos están forzados, pues, a hacerlo en buena medida a ojímetro: en base a su saber o su intuición tanto como sumando testimonios o atendiendo a miradas surtidas. La prudencia verbal de gobernadores e intendentes oficialistas contrastó con la virulencia oratoria de funcionarios que no controlan territorios. Cualquiera puede pifiarla, pero no es moco de pavo el pulso de los que están cerca de “los ciudadanos-vecinos”.

Uno de los errores capitales del Gobierno en el conflicto con “el campo” fue aglutinar a sus antagonistas en la protesta. Construyó discursivamente un contrincante lineal y se ufanó en exceso de sus virtudes. No aisló a su rival, engordó sus filas. Y lo que es más chocante, se agregaron sectores sociales diferentes a los promotores de la protesta. No está escrito que ahora vaya a ocurrir lo mismo, pero tampoco está predeterminado que no ocurra. Lo que pase dependerá de la destreza y la sutileza de los protagonistas.

La política no es un juego de suma cero, en el que todo lo que pierde un jugador lo gana otro. Puede ser de suma negativa, donde todos pierden algo, como sucedió en la crisis que se desplegó entre 2001 y 2003 que aún deja secuelas. O puede ser de suma positiva, cuando se generan escenarios de avance social. O hasta de cooperación, que no siempre es accesible. El proyecto de ampliación del derecho de voto a los jóvenes es una iniciativa que expande fronteras: sumaría ciudadanos, ampliaría la esfera democrática. También genera una coalición parlamentaria pluripartidaria y coyuntural. Otro tanto sucedió con la ley de medios, la expropiación de Repsol y el matrimonio igualitario sin agotar los ejemplos. En esos casos, la polarización no se extrema, aunque siempre queden sectores de privilegio o reaccionarios del otro lado. La oposición se reagrupa, no se abroquela en el obstruccionismo.

Caer en el juego del antagonista es una tentación digna de ser resistida. Repasar la propia praxis en busca de mejorarla sin resignar el rumbo ni el proyecto es una labor ardua. Cuando lo hizo el kirchnerismo obtuvo logros estimables y hasta records en lo económico social y en la competencia política. De eso se trata, antes y ahora.

*** mwainfeld@pagina12.com.ar